Alabados sean Gil Pupila y su creador
Archivado en: Cuaderno de lecturas, sobre el "Integral" de Gil Pupila
Soy todo un experto en el revelado y positivado del F 22 de Valca, la Negrapan 21, las Agfapan en toda su gama y el resto las viejas -y gloriosas- emulsiones fotográficas en blanco y negro. Sé cargar la auténtica Moviola, es decir, la máquina de montaje cinematográfico vertical que habría de dar nombre genérico a sus pares. Aquella con la que se montó la historia del cine, que repetíamos en los estudios Tecnison al sentarnos frente a ellas allá por el remoto año 84 puestos a editar -que se dice ahora- cortometrajes. Sí señor, puedo jactarme de varias cosas que no sirven para nada. Tal es el caso de haber crecido en cierta edad de oro del cómic europeo.
Entre mis primeros recuerdos destacan el de aquellas mañanas de domingo que volvía a releer las aventuras de Tintín en la cama. Horas después, al salir de misa, mi madre se compraba el Ya y a mí me regalaba el nuevo número de Hazañas bélicas, aquellos tebeos apaisados de Boixcar ambientados en la Segunda Guerra Mundial. Junto a las historias del sargento Gorila, localizadas en el conflicto coreano, constituían la oferta guerrera de mis amadas viñetas. Ya habían quedado atrás Pulgarcito y Pumby. Estoy hablando de los primeros años 60. Si el término "cómic" ya se había acuñado, su uso aún estaba por generalizarse. En el mejor de los casos se les llamaba "publicaciones juveniles".
No obstante, aunque lo de Noveno Arte sonase a guasa, a lo largo de aquella década, prodigiosa desde tantos puntos de vista, siempre hubo donde elegir entre las historietas que llegaban con regularidad a los quioscos. Sólo entre las publicaciones de la entrañable Editorial Bruguera, contaban Tiovivo, DDT, Din Dan y Súper Mortadelo, nacido del éxito que las aventuras de Mortadelo y Filemón tenían en Tiovivo. También era la queridísima Bruguera la editorial del Trueno color y Jabato color.
El TBO, TBO, el editado por Bulgas, Estevill y Viña, se lo compraba a un anciano que vendía tres por un duro al final de las escaleras del metro -entonces Suburbano- de la Plaza de España. Ahí estuvo aquel pobre desdichado, siempre acompañado por su esposa, toda mi infancia. Cuando dejé de verle calculé que había muerto. Pero su recuerdo aún me conmueve al escribir sobre él después de tantos años.
Siempre fui -y lo sigo siendo- más de los Looney Tunes de la Warner. Los personajes de Walt Disney me dejaron de llamar la atención en la adolescencia. Pero aún recuerdo la revista Donald y sus almanaques, los álbumes Dumbo y los tomos de Películas de la colección Jovial -donde se reproducían en viñetas los grandes éxitos de la Disney en la pantalla- que me dejaban puntualmente los Reyes Magos, hubiese sido bueno o malo el año anterior. Todo aquel paquete, el de la Disney, era dado a la estampa por Ediciones Recreativas S. A. (E.R.S.A.).
Y todo aquel mundo de historietas y tebeos, que fui atesorando mientras forjaba mi pasión -también desmesurada- por el Noveno Arte, tan parecido al Séptimo, fue cayendo en esas ventas rápidas que me vi obligado a hacer cuando me di a la bohemia. Todo menos las aventuras de Tintín. Preferiría perder la vida antes que desprenderme de esa piedra angular de Mi Tesoro que son las primeras y segundas ediciones españolas de las entregas de El Valiente. Quiere esto decir que el cómic belga, la Línea Clara -la caracterizada la por la definición exacta y la narrativa clásica- fue el Olimpo de aquel Limbo de viñetas en el que discurrió mi infancia.
Antes de tenerlos en álbum, leí por primera vez Tintín en América (1932) y Tintín en el Tíbet (1960) en la edición española de la revista Tintín, que mi madre me compraba -como tan a menudo se compraban los tebeos entonces- para que el estuviera callado en las visitas. En nuestro caso, esas visitas eran las clases particulares que ella daba cuando había acabado con las del colegio. Mi colección de la revista Tintín también cayó con esas ventas rápidas a las que me obligó la bohemia.
Dudo que hubiera edición española de la revista Spirou. En cualquier caso, yo nunca llegué a tener ningún número de ella. Sí tuve -regalo por la primera comunión de la hija de mi padrino, una inglesa muy simpática que se llamaba Joni- dos primeras ediciones españolas de las aventuras de Spirou y Fantasio originales de André Franquin: La guarida de la morena (1955) y El turista del Mesozoico (1957). Fue mi primer contacto con la Escuela de Marcinelle, que junto a la de Bruselas constituye la espina dorsal de la Línea Clara, del cómic belga. Dicho de otra manera, lo mejor del Noveno Arte.
Devoto del gran Tintín, huelga apuntar lo que significa para mí la Escuela de Bruselas, que tuvo en Hergé a su abanderado. Ello no quita para que, desde aquel primer contacto con Spirou, Fantasio, el conde de Champiñac y el impagable Marsupilami, también haya sido un rendido admirador de la de la Escuela de Marcinelle. Por un procedimiento parecido, mi afán por cuanto concierne a la Hammer Films no quita para que también me interese por la Amicus, su leal competidora.
De Gil Pupila, de Maurice Tillieux, que a mi juicio es a Marcinelle lo que Blake y Mortimer a Bruselas -segundos de a bordo de tanta maravilla-, no tuve noticia hasta que, ya joven bohemio, la lectura asidua de cómics -que no he dejado en ningún momento de mi vida- empezó a proporcionarme algo que los tintinófilos conocemos muy bien: el regreso a una infancia infinita. Me hice con La fuga de Libélula (1959) a finales de los años 80, en una efímera edición de Casals, que vendí y volví adquirir con posterioridad, saldada junto a las tres entregas siguientes y un póster de regalo ya en los años 90. Una de las mejores compras que he hecho en mi vida.
De Pupila me cautivó desde sus primeras viñetas esa ambientación cercana al realismo, esa contemporaneidad de su dibujo que, ya cincuentón, me devuelve doblemente al reino afortunado de mi infancia. Por un lado, por el don consustancial al cómic referido; por el otro, porque aquel reino feliz que conocí de niño es el telón de fondo de Gil Pupila. Esa imagen jovial del mundo de mis primeros años es lo que ha vuelto a ganarme del resto de la serie de forma más inmediata. Ese alegre retrato de la modernidad contemporánea, que también me cautivó en Spirou y Fantasio desde sus primeras lecturas, es algo común a Marcinelle. Pero que sólo aprecie en las últimas entregas de Hergé -Las joyas de la Castafiore (1962), Vuelo 714 para Sidney (1968), Tintín y los pícaros (1976)-. Los álbumes anteriores, al reflejar los años 30, 40 y 50, décadas de las que yo aún no tenía una imagen concreta, me resultaba imposible situarlos temporalmente.
Leído en estos últimos meses el grueso de sus aventuras en los dos últimos tomos de la edición integral de Planeta De Agostini, tanto en la forma como en el fondo, son muchas las concomitancias que las historias de Pupila registran con las de Spirou. Pero también con las de Tintín. Dichas analogías son evidentes en una de las viñetas de El infierno de Xique Xique -la última de la página 63 del segundo tomo de mi edición- que nos muestra a Corrusco y a Pupila en una canoa llevada por unos indios. El dibujo es claramente deudor de la portada de La oreja rota (1937). Pero también de la última viñeta de El dictador y el Champiñón (1953), del Spirou y Fantasio de Franquin. Basta con echar un vistazo rápido a esta última para advertir cómo la influencia del gran Hergé alcanza hasta a la escuela de Marcinelle. Incluso diría más -vaya evocando la expresión de Hernández y Fernández-, ese interés del cómic belga por las sempiternas dictaduras latinoamericanas nace en La oreja rota y es la prueba irrefutable del magisterio de Hergé en ambas escuelas.
Más allá de las evidencias, las repúblicas bananeras de Tillieux tienen sus propias características. Así, como con tanto acierto apunta José Luis Bocquet en la introducción al tercer tomo, a mí se me antojan mucho más próximas a esa Iberoamérica mostrada por Henri-Georges Clouzot en su película El salario del miedo (1953) que al San Teodoro de Hergé o la Palombia de Franquin. Sin ir más lejos, la cárcel de Xique Xique, el infierno al que van a dar Pupila y Libélula, suavizada únicamente por esa jovialidad inherente a los tebeos, se me figura la visión más realista de Latinoamérica que ha dado el cómic belga.
También ha sido El infierno de Xique Xique donde he detectado por primera vez cierta propensión de Tillieux al desarrollo desmesurado de un fragmento de la historia en detrimento de la totalidad del argumento. Es como si ese hilo de Ariadna, que llamaba Hergé al progresión del asunto, presentase un nudo. Tanto aquí como en El chino de las dos ruedas y La guerra en calzoncillos -estas dos últimas ya en el tercer tomo- sucede en las viñetas concernientes a la huida, o el viaje, de nuestra cuadrilla en un camión. Esto viene a poner de manifiesto que Tillieux, además de uno de los principales guionistas de la revista Spirou, fue un apasionado del volante, yendo a perder la vida en un accidente automovilístico. En cualquier caso, es tan grato el dibujo que esa desmesura, aunque llama la atención, no tiene mayor importancia.
Todos los comentaristas de la obra de Tillieux reparan en lo atildado que es Pupila y en su interés por algo tan terreno como los asuntos crematísticos. En efecto, esto es una singularidad semejante al rencor que guardan Mortadelo y Filemón, algo que les diferencia del resto de los héroes del cómic no realista. No obstante, a mí sorprende más el oficio mismo de Pupila, detective privado. Gil no es periodista como Tintín, Fantasio o el Lefranc de Jacques Martin. Pero tampoco es ese agente secreto lleno de prodigios -a la manera de los que proliferaron en la pantalla durante los años 60 tras el éxito de James Bond-, como hubiera cabido esperar dado el apego a la actualidad de la escuela de Marcinelle y los exóticos escenarios de las aventuras de Pupila: Iberoamérica, Asía, el mundo árabe. Gil Pupila es un detective de novela trasladado al cómic. A buen seguro que es así por esa primera vocación novelística de Tillieux a la que se refieren los comentaristas de su obra.
Roberto Alcazar, "el intrépido aventurero español" creado por Juan Bautista Puerto y Eduardo Baño Pastor, redime a Pedrín cuando lo encuentra de polizón en un barco rumbo a Argentina y lo convierte en su acólito en la primera de sus historietas. Pero sería un desatino registrar alguna influencia de este asunto en la redención de Libélula, un antiguo ladrón hasta que empieza a trabajar como ayudante de Pupila en su primera aventura. Parece poco probable que Tillieux llegará a leer el célebre tebeo español. Pero sí que se registran similitudes innegables entre el Philippe Chardin de El guante de tres dedos y el Pst de Stock de Coque (1958). La admiración que el malogrado Tillieux -murió en 1978 con 54 años[1]- sintió por el gran Hergé es notoria. También reparan en ella los comentaristas de su obra.
Lo que es genuinamente de Marcinelle es lo de la chica, Seccotine en Spirou, Cerecita en Pupila. Si bien sólo aparece esporádicamente en algunas historietas, el caso es que aparece. Una chica, una cantante existencialista protagoniza La persecución, una de esas aventuras de Corrusco que se incluyen en facsímil al final de los álbumes propiamente dichos.
Las tres manchas, sobre unos ladrones desdichados, uno de los cuales además es un yeyé apocado que no hace más que estropearlo todo con su torpeza y recibir bofetones por parte de su compañero, junto con El chino de las dos ruedas, es una de la aventuras que más me ha gustado. Hay en esta última un detalle que viene a demostrar lo minucioso que es el dibujo de Tillieux. En la segunda viñeta de la página 94, la ilustración, desde un punto de vista exterior, nos muestra a Pupila y a Libélula tras el parabrisas del inevitable camión. Llueve, pero sólo funciona el limpiaparabrisas de la parte del detective. De modo que Pupila está dibujado con trazo nítido y su ayudante con trazo borroso, como son las imágenes vistas tras el agua. Narrar mediante ilustraciones es algo tan subjetivo como hacerlo mediante palabras. Tillieux podía haber contado eso mismo de muy diversas formas, pero ninguna de ellas hubiese sido tan eficaz como hacerlo así.
En fin, alabados sean Gil Pupila y su creador, que acostumbraba a dibujar hasta bien entrada la madrugada, por todos los buenos ratos me han hecho pasar en los últimos meses.
[1] Si consideramos que Yves Chaland, el creador de Freddy Lombard y el más aplicado discípulo de Franquin en los años 80, también murió prematuramente en 1990, cuando sólo contaba treinta y tres inviernos, cabría hablar de cierta maldición referida a los maestros de la Línea Clara.
Publicado el 26 de marzo de 2011 a las 18:30.